Hoy se acaba de publicar el poemario «El Hogar de los NO Presentes», el tercer y último libro de la serie «EL HOGAR». Libro que cierra el ciclo comenzado en «El Hogar de las Entrañas» y continuado en «El Hogar de las LINDEzaS».
En “El hogar de los no presentes”, el poema asume el rol esencial del convocador de espíritus: Ni héroes ni damas delicadas. Existencias cuasi invisibles y vilipendiadas por la sociedad, fugaces intérpretes del olvido de una guerra atroz y ruin contra la roja España; Un país que aún vive sumido en una desmemoria social recubierta de apariencia. Es en la cotidianidad no revelada donde Martin Oller traspasa el mítico espejo de realidad médica para adentrarse en un mundo no visto, casi ausente, engendrando un poemario donde, desde un uso rico del lenguaje y un amplio bagaje cultural, va eliminando, en una forma dulcemente lacerante, la falaz frontera entre lo político social y lo intrínsecamente personal en su camino de destripar esquemas y romper cerebros con la musicalidad de la rima y el ritmo.

EPÍLOGO
Es hora de mostrar las historias de los perdedores. La cara oculta de la moneda que, hasta día de hoy, permanece en la negrura del canguelo, del recelo o, simplemente, la apatía. El «Hogar de los NO presentes», al igual que sus dos homólogos precedentes, enfoca a esas personas para las que NO existió una verdad o una mentira, ni lo propio ni lo ajeno. Tan solo la realidad mundana y monótona de unas vidas atribuladas, pero certeras.
Individuos hechos así mismos a partir de las heridas sufridas por cada golpe del mástil del destino… ¡Vaya metáfora de mierda! Todo desaparece cuando menos lo esperas. No desees nada que no puedas tener. El salto mortal del viejo acróbata que, antes de su retirada, decide realizar el número que lo encumbró en su juventud a modo de epitafio visual: «Fui capaz». ¡Plop! ¡Ahhhhhhhhhhhhh!
Es el tiempo en el que las arrugas y las cañas bebidas por los invisibles se equiparaban, uniéndose para combatir la tiranía de la «fusquedad»: No hay hombre virgen más consabido que el que no quiere follar, ni muerte para el que no traspasa el sangriento umbral. Palabras necias que tan solo buscan oído al que llegar. No sabe más el que se marcha para aprender lo ajeno que el que se queda para, empecinado, comprender lo propio. Ahí reside la dicha de algunos, capaces de estar para todos menos para ellos mismo. ¿Ineptitud? No, todo lo contrario. La empatía, ni pronunciada ni sentida como tal. Más allá de lo proyectado por los cánones sociales que ponen como ejemplo a individuos putrefactos por dentro y que limpian, fijan y dan esplendor a cuerpos inertes vestidos con bolsillos repletos de nada: ¡No hay más miseria que la propia dibujada en la ajena!
Juventud peluda y currante de su época que se buscaba así misma. Hasta ahora no se ha visibilizado de ella nada más que una imagen condescendiente e imbécil de lo que no querían o estaban dispuestos a ser. Estúpidos vahídos de algo que no conocían, bufones de un dictador trasvertido en rey que los dominó sin gastar una gota de sudor: Las fronteras son creadas en la cabeza de cada uno. No hay mayor coacción que la generada de forma consciente. ¡Dame algo que considere oportuno y corre!
Es una sociedad revolucionaria por turnos. En la que a la mayoría le tocaba ser anarquista y antisocial a partir de las nueve de la noche para, después, en la mañana trabajar encima de un andamio o sentado tras el mostrador de la tienda o el banco de turno; tapando sus tatuajes simbólicos y agitanados con camisa a rayas y chapela de oro: Tristes espantapájaros que intentan solucionar sus males con un gorro frigio, en busca de asustar y engañar al águila real empeñada en engullir todo lo sembrado por los vasallos. Esa ave carroñera que pretende lo que ella considera propio sin haberlo trabajado. Personajes capaces de fabricar y disponer miles de ladrillos con los que construir los sueños de otros. Unos otros que almacenaban un ingente número de zapatos apilados en el armario y que, aun así, seguían las doctrinas impuestas por quienes vestían alpargatas. Pura mierda de sociedad en la que un chico que rondaba los 20 años sudaba porque tenía un problema. ¡Los cojones! El calor y la saturación eran aspectos personales que se limpiaban en la intimidad. Lapsos temporales de la historia moderna española en los que el psiquiatra y el psicólogo no ganaban dinero a costa de ellos, sino que el consuelo procedía de la misma mano que les ofrecía su elixir cafetero o el fruto espumante de la siembra de algún maizal. El mismo que les ayudaba a convivir con una realidad insípida e insustancial. Piadosos con algo que ni conocían, beatos de un dios aburrido que ni crearon ni creyeron -a pesar de las apariencias-. Las vías de escape de clubs de carretera y los polvos levantados tras sus largas y profundas pisadas, seguido de la posterior resignación que decía lo que debiera ser y no querían. El psiquiátrico de un submundo encerrado en una institución colmada de mentes brillantes rotas por el institucionalismo. NO hay peor ley que la que se aplica. Estructura fragmentada desde el inicio de su construcción. ¡Dame una oportunidad para destrozar lo poco que me queda dentro! Sí, dentro de mí mismo. Lo que se revela a ser lo estipulado y que, realmente, merece la pena.
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